Todas la obras y milagros de Cristo son sobresalientes, divinos y admirables; pero lo más digno de admiración es su venerable cruz. Porque por ninguna otra causa se ha abolido la muerte, se ha extinguido el pecado del primer padre, se ha expoliado el Infierno, se nos ha entregado la resurrección, se nos ha concedido la fuerza de despreciar el mundo presente y la muerte misma, se ha enderezado nuestro regreso a la primitiva felicidad, se han abierto las puertas del Paraíso, se ha situado nuestra naturaleza junto a la diestra de Dios, y hemos sido hechos hijos y herederos suyos, no por ninguna otra causa—repito—más que por la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La cruz ha garantizado todas estas cosas: todos los que fuimos bautizados en Cristo, dijo el Apóstol, fuimos bautizados en su muerte (Rm 6, 3). Todos los que fuimos bautizados en Cristo nos revestimos de Cristo. Cristo es la virtud y la sabiduría de Dios.
Por tanto, la muerte de Cristo, es decir, la cruz, nos ha revestido de la auténtica sabiduría y potencia divina. El poder de Dios es la palabra de la cruz, porque por ésta se nos ha manifestado la potencia de Dios, es decir, la victoria sobre la muerte; y del mismo modo que los cuatro extremos de la cruz se pliegan y se encierran en la parte central, así lo elevado y lo profundo, lo largo y lo ancho, esto es, toda criatura visible e invisible, es abarcada por el poder de Dios.
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